Adiós, amigo Cándido

Te gustaba decir que las buenas personas mueren de manera súbita, según la tradición que te contaba tu madre. Con eso quiero quedarme, querido Cándido Tancara, como consuelo por tu inesperada partida. Por haber sido un hombre bueno, moriste de manera repentina, cuando nadie lo esperaba y cuando los médicos te habían dicho que tus aflicciones gastrointestinales no eran serias. Pero, como ocurre a veces, tu corazón decidió dejar de latir de improviso.

Artículos y Opinión03 de julio de 2024 Raúl Peñaranda U.
penaranda

Juane Araos, tu otro gran amigo, tiene razón en decir que tú no podrías haber muerto de otra manera sino laburando, tan volcado al trabajo como eras. No he conocido a nadie con ese amor por el oficio y por la entrega absoluta a su actividad.

Cuando empezamos a trabajar en Página Siete comenzaste a llamar a cada colega como “amigo” y al poco tiempo todos estábamos usando esa palabra para referirnos a cada uno. La Redacción era un concierto de amigo por aquí y amigo por allá. Pronto la tendencia contagió al resto de las secciones del periódico, incluida la gerencia.

Recuerdo también que decías en un supuesto portugués, “no entiendo, es mais, no comprendo”, cuando algo no tenía sentido; también te referías como “textos escritos en etrusco” a las notas mal redactadas por los periodistas principiantes. Aparte de periodista te encantaba el diseño y ya se te veía en la sala de diagramación, con tu lápiz y tus hojas en blanco, rayando páginas y molestando a los armadores.

Admiré tu habilidad para detectar el giro noticioso correcto de los eventos diarios que analizábamos y para hallar, en el último párrafo de una transcripción, el verdadero ángulo informativo. Decenas de los titulares de portada de esos años, y de las principales notas de Brújula, los detectaste precisamente así. “Amigo, mira, aquí dice esto o lo otro, nadie se ha percatado”, era una frase típica de nuestras reuniones. ¡A cuántos jerarcas les arruinaste el día con ese ojo periodístico!

Tampoco he visto a una persona tan admiradora de sus hijos como tú. Siempre hablabas con orgullo de la Ale y Luis Pablo, dos brillantes profesionales jóvenes, para no mencionar a tu esposa Edith, que la calificabas como la mejor esposa que alguien podría tener. Y con lo gustoso que eras para comer, ella te mimaba con cada plato que preparaba con esas manos expertas.

Tuviste una vida esforzada, en el seno de un hogar aymara, con padres semianalfabetos, y te levantaste hasta ser uno de los mejores periodistas de tu generación. Trabajaste de niño y adolescente para ayudar a tu manutención y luego obtuviste una beca en la UCB porque te destacabas en básquet. Terminaste los estudios universitarios sin mayores dificultades y seguiste hasta tener un diplomado en Chile y una maestría en La Paz, además de cumplir con pasantías nada menos que en el Washington Post y El Mercurio. La vida te puso obstáculos, pero pese a ellos lograste lo que no logran los que tienen vidas más privilegiadas. Y te reconocías orgullosamente aymara, nacido en la comunidad de Nazacara, cerca de la frontera con Chile. Uno de tus grandes placeres era explicar las tradiciones rurales y apuntalar las ideas principales que exponías con frases de tu lengua materna.

Tu origen modesto te convirtió en un hombre igualmente modesto, que no le gustaba llamar la atención ni estar debajo de los reflectores; eras, además, amable, cordial, fácil de tratar y profundamente creyente (fuiste incluso seminarista). Así te recordamos. Para no mencionar que estabas siempre pegado a las noticias, con tu eterno audífono en el oído.

Por azares de la vida nuestros hijos Luis Pablo y Juan José se (re)conocieron en Santiago, Chile, y, de manera casi instantánea, se convirtieron en buenos amigos, así como tú y yo lo hicimos hace años. Ellos son como la continuación de nosotros.

Hablamos el último día de tu vida poco antes de tu partida y te sentí como siempre, alegre, positivo, enfocado. Estabas de turno, trabajando en tu casa, y despachaste varias notas, con tu profesionalismo y diligencia usuales. Hasta que debiste sentirte mal, quizás alcanzaste a ponerte de pie, para luego morir como mueren las personas buenas, sin sufrimiento. Con todo, lo único que te puedo decir ahora es: “no entiendo, es mais, no comprendo, amigo”. Dejas un vacío inmenso.

Originalmente publicado en Brújula Digital. 

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